lunes, 23 de diciembre de 2013

La privatización de la seguridad: guerra de clases y estado policial


 

 
Por si quedaban dudas: el neoconservadurismo hegemónico ha interpretado las luchas sociales mejor que una pseudoizquierda social-demócrata que daba por enterrados los espectros de Marx. Las interpreta como antagonismo predominantemente de clase y prepara de forma meditada su respuesta a la escalada de conflictos que es de prever para los próximos años en España. Tanto la “Ley de seguridad ciudadana” como la “Ley de seguridad privada” (de inminente aprobación legislativa) constituyen uno de los episodios más virulentos a nivel nacional del proceso mundializado de conversión de ese antagonismo en una declaración de guerra total contra aquellos que ha reducido al rango de sobrantes humanos.
 

La «criminalización de la disidencia» ha dado un nuevo giro: castigar a aquellos grupos de activistas que no se conforman con presenciar dócilmente su propio sacrificio. A partir de ahora, no sólo el derecho a reunión y manifestación queda absolutamente restringido -a contramano de cualquier proyecto político democrático- sino que el sueño delirante de la privatización de la vida alcanza un nuevo punto álgido: la transferencia parcial de las funciones de seguridad a empresas orientadas al lucro.
 

En breve, la vigilancia privada tendrá el poder de identificar y detener en la vía pública a personas consideradas “sospechosas”, tras obtener la autorización pertinente. El beneplácito de las clases propietarias es absoluto: podrán “descansar en paz”, contando con servicios de protección que responden a sus intereses de forma directa, tal como ya hacen los monumentales ejércitos privados que proliferan a nivel mundial. El estado policial es también ese estado que en nombre de circunstancias excepcionales enlaza de forma inextricable lo público y lo privado: trata el espacio colectivo como un espacio sometido a la arbitrariedad de un sujeto soberano, sustraído del escrutinio común. No es de extrañar que la transferencia parcial de esta función estatal indelegable se plantee como un paso fuera del debate público: forma parte de su lógica inescrutable.


Lo público como negocio privado -favorecido por un sistema corrupto de prebendas y privilegios- instaura la competencia entre las elites y el saqueo a los subalternos. Hay que insistir: más allá de la “oportunidad de negocios” para las 1500 empresas de seguridad privada operativas en territorio español (con una facturación actual de más de 3000 millones de euros al año), ¿en qué sentido podría beneficiarnos ser objeto de vigilancia permanente por su parte? No es sólo un problema de subcualificación evidente que debería alarmar a cualquier persona mínimamente precavida; implica ante todo que una de las partes asuma el rol de juez, esto es, que la burguesía sea erigida como guardián del bienestar colectivo, aunque más no sea mediante sus lacayos. Un elemental trabajo de indagación sobre las empresas de seguridad privada sería suficiente para persuadirnos del carácter radicalmente inadecuado de esta transferencia funcional; permitiría identificar lazos inocultables entre algunas de esas empresas y una ultraderecha racista, xenófoba y aporofóbica (1). ¿Qué ecuanimidad cabría esperar de esos sujetos en el ejercicio del poder de vigilancia, especialmente cuando se los autoriza a convertir a sus declarados enemigos en objeto?


La ruptura con respecto a la concepción formal de la policía como fuerza pública (sometida a controles institucionales) es patente, aunque esos controles ya sean laxos e insuficientes a la vista de la regularidad del abuso y la corrupción institucionalizada. El presunto «monopolio de la violencia legítima», reservado al aparato represivo de estado, queda suspendido y, con certeza, habilita una nueva fase política –no sólo en clave nacional- que deja muy atrás la ya endeble teoría neoliberal que lo inspira: ni siquiera pretende reservar al estado el rol subsidiario que doctrinalmente propone, relativo a “política fiscal”, “justicia” y “seguridad”, dentro de un sistema de “economía de mercado”. Para esta ideología tecnocrática ninguna frontera es sagrada, como no sea la expansión ilimitada del capital.


Así como el partido de gobierno ha consolidado una estructura tributaria completamente regresiva (gravando sobre las rentas de trabajo y reduciendo la presión fiscal sobre las rentas de capital) y ha instituido «tasas judiciales» que restringen el derecho de las clases medias y populares a utilizar de forma gratuita el sistema responsable de administrar “justicia” (en verdad: un sistema manifiestamente selectivo e injusto), ahora también menosprecia la seguridad de una parte mayoritaria de la ciudadanía. Lo que está en juego, desde luego, no es la «abolición del estado» sino su reconfiguración como institución política que asume de forma abierta su condición clasista, correlativa a un capitalismo globalitario gobernado por las grandes corporaciones trasnacionales (2).


El modelo de «estado-gendarme», por tanto, queda contradicho término a término por una política gubernamental que no hace sino agravar las brechas entre ricos y pobres, beneficiarios de un sistema judicial injusto y víctimas de la judicialización, perseguidores y perseguidos, en definitiva, opresores y oprimidos (incluso si denunciamos la complicidad objetiva entre unos y otros y eludimos cualquier forma de maniqueísmo moral que exalte las virtudes metafísicas de los segundos por sobre los primeros). La desigualdad entre ciudadanos de primera y de segunda no cesa de acrecentarse.


La presunta complementariedad y subordinación funcional que contemplaría la nueva norma no es más que una falsa declaración de intenciones. Abre algunas preguntas insistentes, una vez que nos deshacemos del mito de la armonía espontánea entre lo individual y lo colectivo o, si se prefiere, de la mano invisible que reconduce el egoísmo hacia el bien común: ¿en qué sentido podrían considerarse “complementarios” los intereses privados y la seguridad pública? ¿A quiénes responderá, en última instancia, esta nueva guardia? ¿Qué protocolos de actuación se prevén ante el surgimiento de conflictos de intereses entre esas empresas y otros particulares? ¿Qué normas y sanciones se estipulan para evitar el abuso de autoridad (habitual por lo demás en los cuerpos policiales)? ¿Cómo y quiénes supervisarán el cumplimiento efectivo de las nuevas normativas del sector?  En cualquier caso, el negocio está servido: no es difícil advertir que su rentabilidad depende directamente de la producción serial de sospechosos y la correlativa expansión de servicios securitarios, incluso si ello supone una nueva afrenta a los derechos civiles. El sentido de una política de seguridad semejante, sin embargo, no se agota ahí. Las medidas en cuestión apuntan a blindar a las clases propietarias de los efectos de la desigualdad radical, generalizando el control policial sobre las clases subalternas. El aumento de la desprotección de las mayorías frente a los matones a sueldo de siempre (al viejo estilo cowboys) trabajando para las patronales en una ciudad sin ley está reasegurado.


Como ya es habitual en España, los portavoces gubernamentales del poder económico-financiero concentrado no muestran el más mínimo reparo en seguir arremetiendo contra una democracia de por sí devaluada. El remate de lo público y la exaltación de la iniciativa privada constituyen, sin embargo, sólo la punta del iceberg de un proceso político, cultural y económico más vasto que sólo puede detenerse mediante la articulación de resistencias colectivas sistemáticas y organizadas. La aceleración de ese proceso es signo de nuestra debilidad política. El miedo a perder lo que no se tiene es cómplice de una expropiación sin precedentes de lo público-estatal. Si, en nombre de la autoconservación, los guardianes del orden quieren domesticar lo que hay de imprevisible en la vida social, es nuestra tarea luchar para que ese impulso indomesticable no quede enjaulado como mera supervivencia.

Arturo Borra

 

(1)       El caso más flagrante quizás sea el de la empresa de seguridad valenciana “Levantina”, asociada estrechamente al partido ultraderechista “España 2000”. Al respecto, véase “El negocio de seguridad privada de la ultraderecha”, de Antonio Maestre, en http://www.lamarea.com/2013/12/11/la-ley-de-seguridad-privada-permitira-al-partido-ultra-espana-2000-ejercer-como-policia/
 

(2)       Es razonable que esa reconfiguración histórica del estado reactive debates en la izquierda en torno al mismo sentido y legitimidad de las estructuras estatales fundamentales, incluyendo el debate en torno a la posibilidad misma de una policía sujeta a mandatos democráticos básicos.

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