viernes, 9 de junio de 2023

Tras la decepción: duelo y esperanza (I). La indigencia del presente - Arturo Borra

 


La intuición de que nuestro presente es un tiempo de claudicación política vuelve a interrogarnos sobre el margen existente para la institución de una sociedad diferente, más justa que la actual. No se trata sólo de una creciente brecha de derechos dentro de las sociedades del presente, de un incremento de la desigualdad mundial o de la producción descontrolada de pobreza incluso en las mal llamadas «sociedades opulentas». Ni siquiera de una escalada bélica que amenaza con arrasar los pocos vestigios de paz todavía existentes en el mundo o de la vulneración sistemática de derechos humanos que se produce a cada instante, comenzando por aquellos que presumen ser sus abanderados.

En la edad del cinismo los peligros son mayores. Porque el daño sistémico no es una consecuencia involuntaria de acciones bien encaminadas sino el producto más o menos previsible y consciente que determinadas prácticas sociales y políticas ponen en juego. Por tanto, elaborar una crítica del presente necesita dar cuenta de esta «reflexividad» de nuestra época, incluyendo el giro del discurso político hegemónico hacia una (ultra)derecha que impugna la promesa de otro mundo. Una crítica radical no tiene que olvidar, pues, la propia derechización de los discursos políticos que tornan sospechosas ideas que antaño eran asimiladas sin más a la «social-democracia», ella misma construida como dique ante cualquier política de signo revolucionario. Incluso algunos de los gobiernos declaradamente “socialistas” no dudan en recortar las garantías constitucionales, desmontar importantes conquistas históricas de las clases trabajadoras, criminalizar ciertos flujos migratorios considerados indeseables y, en general, restringir las oportunidades sociales y económicas para las mayorías sociales. En esas condiciones, la política de la justicia que cabe defender no puede ser otra que la de la radicalización de la democracia.

Las plagas que aludía Derrida en Espectros de Marx (1) no han cesado de intensificarse: i) el paro elevado en mercados desregulados, ii) la exclusión masiva de ciudadanos sin techo, iii) la guerra económica sin cuartel, iv) las contradicciones entre mercado liberal y proteccionismo de los estados capitalistas, v) la agravación de la deuda externa y sus efectos en la propagación del hambre, vi) la industria y comercio de armamentos, vii) la expansión incontrolable de armamento atómico, viii) las guerras interétnicas en sentido amplio, ix) el poder creciente de las mafias y el narcotráfico y x) el estado del derecho internacional dominado por estados-nación particulares. A esas plagas se pueden agregar con facilidad tantas otras: xi) la expansión de la corrupción estructural extendida en instituciones económicas, políticas y culturales fundamentales, xii) la primacía de la economía financiera por sobre la economía productiva, xiii) el relanzamiento del neocolonialismo, xiv) la institucionalización del estado policial (y la correlativa suspensión selectiva de derechos humanos) dentro de regímenes formalmente democráticos, xv) la propagación de proyectos tecno-militares no convencionales a escala mundial, xvi) el fortalecimiento de los oligopolios mediáticos, el creciente control informativo y la falta de diversificación de las industrias culturales, xvii) la destrucción irreversible del medioambiente, xviii) los déficits estructurales de una democracia parlamentaria incapaz de responder tanto al empobrecimiento generalizado de la ciudadanía como a la concentración inédita de poder económico y político de las elites mundiales, xix) la consolidación de las alianzas entre estados y corporaciones trasnacionales, xx) la persistencia del sexismo, la homofobia y la transfobia, y xxi) la escalada del racismo y la xenofobia, que condena a una parte de la población mundial a la marginación sistémica y, eventualmente, a la muerte por abandono de miles de sujetos desplazados, cualquiera fuera el estatuto reconocido, tratados como «sobrante estructural» (2).

Un diagnóstico semejante del presente podría incluso resumirse en la referencia a procesos sistémicos entrelazados que, en la actual fase del capitalismo mundial, producen de forma compulsiva diferentes formas de desigualdad social. Con independencia al modo de conceptualizar esos procesos, el optimismo imbécil de los grupos dominantes cada vez encuentra menos asidero fáctico. El mundo social actual se parece a una escombrera de la que apenas están sustraídos quienes se protegen en sus oasis privados. La sociedad catastrófica que resulta de esta configuración política del mundo es cada vez más indisimulable.

La misma evidencia de esa catástrofe resulta tan aplastante que, tal como señaló hace décadas Habermas, las energías utópicas parecen agotadas (3), incluso si el conformismo está siendo relevado por una resignación más bien generalizada. Más todavía, ante ese agotamiento, las opciones sociales al uso parecen ser de carácter “adaptativo”: convertir el arrase sistémico en una oportunidad de negocios -tal como ocurrió de forma hiperbólica con la pandemia o con la guerra en Ucrania- o rendirse ante la evidencia catastrófica del mundo que estamos creando para gozar de sus restos. En semejante encrucijada, la izquierda política, especialmente en el sistema parlamentario, aparece más bien arrinconada. Las propias fuerzas sociales y políticas que pretenden encarnar ese horizonte, aunque activas y persistentes, están afectadas por una fragmentación que amenaza con convertirse en un verdadero cisma.

En un contexto semejante, la reformulación de un proyecto político alternativo frente a una ultraderecha sin complejos se hace apremiante. Hasta los movimientos sociales más combativos –desde el feminismo al antirracismo, desde el ecologismo hasta el anticapitalismo- tienen que enfrentar, además de su división interna, la estigmatización de la que son objeto. De forma simultánea, cabe constatar así tanto la persistencia de resistencias sociales relevantes en la construcción de un contrapoder popular como una dificultad recurrente para articular estas resistencias en un horizonte político altermundista. Semejantes prácticas, en su fragmentación, difícilmente pueden transformar unas relaciones de poder asimétricas que las condenan a seguir ocupando una posición minoritaria, cuando no testimonial, en el tablero político.

Aun dentro de las luchas culturales de nuestra época, un movimiento tan subversivo e imprescindible como el feminismo amenaza con ser fagocitado, en una de sus variantes, a nivel sistémico, con el riesgo de convertirse en un subterfugio estratégico para quienes pretenden esquivar el insoslayable debate sobre las desigualdades de clase, las opresiones raciales y étnicas y la destrucción irreversible de la naturaleza (4). ¿Qué cabe señalar sobre un sindicalismo en retirada como instrumento de clase? ¿De un antirracismo que recae de forma frecuente en cierto etnicismo esencialista o del anticapitalismo que parece condenado como un fantasma a soportar la repetición de lo terrible con dificultades para leer las mutaciones históricas de la sociedad y las posibilidades políticas que dichas mutaciones producen?

Aunque ninguna de las variantes partidarias de las fuerzas políticas que se reconocen en la izquierda logra más que una porción marginal del electorado, el problema no es meramente electoral sino más bien estructural: la dificultad recurrente para interpelar en una dimensión política, no necesariamente de carácter institucional, a diversos sectores sociales perjudicados por un sistema de arrase que no cesa de agravarse.

Doble problema entonces, referente tanto a una situación insostenible a nivel mundial, a la amenaza nuclear otra vez sobrevolando nuestras cabezas y a la expansión de injusticias históricamente superables sino, también, en cuanto a la capacidad de movilización colectiva y, particularmente, en cuanto a nuestra potencia para reelaborar y encarnar de forma creíble una promesa emancipatoria. La propia apuesta por un proceso de emancipación social se ha convertido, en el discurso hegemónico, en un proyecto sospechoso, cuando no anacrónico. Multitud de intelectuales orgánicos parecen celebrar esta derrota política, convertidos en expertos en minucias. Profetas de la rendición, no lamentan más que su perdido protagonismo en una ciudad letrada que ya no existe.

Llegados a este punto, en el que hasta el pensamiento crítico está asediado, hay que interrogar al propio «sujeto emancipatorio», no para prescindir de una esperanza de cambio sino para darle forma desde el reconocimiento de una pérdida fundamental, que no tiene nada que ver con el reiterado “fin de la historia” sino con la merma de su protagonismo histórico y, especialmente, de su capacidad efectiva de transformación radical. La pregunta que insiste puede formularse así: ¿cómo gestionar la decepción con respecto a las “realizaciones históricas” de la izquierda en su sentido amplio y, no obstante, seguir ahondando en su huella emancipadora? ¿Cómo transformar esa decepción en una política de la esperanza que eluda de forma decidida el autoengaño? Dicho de otro modo: ¿cómo repensar una política utópica que parta de la falta del propio sujeto emancipatorio, incluso tras la decepción ineludible que sentimos no sólo tras experiencias transformadoras traicionadas o interrumpidas (5) sino tras esta nueva escalada de la ultraderecha política?

 

Notas:

 

(1)    Derrida, Jacques (2012): Los espectros de Marx, Trotta, Madrid, pp. 95-98.

(2)    Para una primera formulación remito a Borra, A. (2013): “Del sacrificio al cinismo: el mundo como mercancía”, en Rebelión, 15/02/2013, versión electrónica en https://rebelion.org/del-sacrificio-al-cinismo-el-mundo-como-mercancia/

(3)    Cf. Habermas, Jurgën (1988): Ensayos políticos. Ediciones Península, Barcelona, p. 113 y sig.

(4)   Remito a los señalamientos críticos de Arruzza, Cinzia, Bhattacharya, Tithi y Fraser, Nancy (2019): Manifiesto de un feminismo para el 99%, Herder, Barcelona. Las autoras apuestan por construir el feminismo desde un «ethos radical y transformador», trazando el camino para un feminismo que necesita unirse con movimientos sociales anticapitalistas, ecologistas, antirracistas, defensores de los derechos de los trabajadores y emigrantes, entre otros.

(5)    Para un relato biográfico sobre las revoluciones traicionadas o interrumpidas, cf. Víktor Shklovski​ (1972): Viaje sentimental. Crónicas de la revolución rusa (1923). Anagrama, Barcelona.

 


martes, 5 de julio de 2022

«Operación masacre»: notas necrológicas para un crimen de estado - Arturo Borra

 


Quisiera que esta condena de la masacre de Melilla -perpetrada con la complicidad de los estados español y marroquí el 24 de junio de 2022- no sea una simple lamentación. Un lamento ante aquello que, siendo completamente evitable, no podemos evitar como parte de una ciudadanía impotente ante decisiones que los estados adoptan apuntalando un orden mundial criminal. Digan lo que digan, una masacre es evitable. Una masacre no es una guerra o un enfrentamiento. Hay victimarios concretos que perpetran la acción deliberada de matar a personas indefensas.

Para disipar el lado más brutal del acto de matar dirán que se cumplió con el deber. El pensamiento imbécil se encargará de presentar las piedras como armas y los cuerpos como escudos. Pero la elasticidad de lo real es limitada: hay una resistencia a simbolizarlo de cualquier modo. Entonces no tendrán más camino que proseguir su defensa dogmática del crimen impugnando la crítica. Cualquier cuestionamiento a la política en curso será cuando menos reducida a una forma demagógica e hipócrita ligada a sospechosos intereses personales, cuando no descalificada por hacer el juego a no sabemos qué radicalidad. En la neolengua disparar a quemarropa es llamado “defensa legítima” y la masacre “protección de fronteras”. Razón de estado –argüirán-. Aunque se trate de una razón homicida.

Si un deber implica participar en una masacre no hay deber alguno al que uno se deba. Nadie puede obligarnos a ejecutar a personas en situación de indefensión. El dilema ético entre acatar o desobedecer no es nuevo. Pero decir que se trata de un «dilema» es engañoso. Una ética de la rebeldía, en un contexto semejante, tiene que tomar una decisión forzada. Declinar del homicidio -aunque lo ordenen desde algún despacho. No hay dilema entonces. Aunque jurídicamente un subordinado pueda tener problemas por desobedecer órdenes inmorales. Incluso si alguien se encontrara en apuros para tomar la decisión de obedecer o no, esas vicisitudes no son del orden de la conciencia moral sino del cálculo de beneficios.

Aproximarse a la realidad de la masacre no tiene por qué llevarnos al orden de las definiciones depuradas de los acontecimientos que las significan. Las masacres como regularidad histórica enseñan que unos seres humanos, en nombre de alguna finalidad o misión presentada como superior, se sienten autorizados a matar a otros inclusive si están en situación de indefensión. Los mismos estados que claudican ante multinacionales y grandes corporaciones trasnacionales (capaces de especular con lo más básico e imprescindible para vivir), en estas otras ocasiones, invocan la «patria» como si estuviera bajo un estado permanente de amenaza. La invocación no es inocente: instala un presunto riesgo externo para tapar la magnitud de las concesiones internas. Y si encima el “riesgo externo” está privado del derecho de hablar, el fantasma es ideal para tapar el hueco. Se adapta a las dinámicas propias sin la perturbadora evidencia de nuestra miseria. Cohesiona a fuerza de exclusión. Como la «operación masacre» que relató en 1957 el periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh (asesinado por la Junta Militar en 1977): prescribir un único modo de ser presagia lo peor para quien lo contraviene. La analogía tiene su justificación, no por los regímenes políticos respectivos, sino por la continuidad de un crimen de estado que se legitima apelando a una “(…) situación provocada por elementos perturbadores del orden público [que] obliga al gobierno provisional a adoptar con serena energía las medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación” (Rodolfo Walsh, Operación Masacre, De la Flor, Buenos Aires, pág. 37).

La perturbación del orden público reclama una política de restauración. Apartar los “elementos perturbadores” como sea. Incluso si es preciso un castigo ejemplar o una lección de muerte. Lo importante es adoptar “medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación”. Un salto de algunos centenares de personas, al decir de las autoridades de gobierno, pone en riesgo la integridad territorial, perturba la tranquilidad pública. Invita a adoptar “medidas adecuadas”. Aunque haya que matar para restablecer el orden alterado. Qué extraña declaración de fragilidad de la Nación: unos centenares de vidas en peligro, desde el flanco sur, ponen en riesgo la integridad de una Nación que presume regirse por un «estado de derecho». Un «estado de derecho» que, de forma súbita, se declara tan frágil como para actuar como estado de excepción ante un salto que no tiene nada de masivo, al punto de ser controlado en escaso tiempo mediante una incontrolada violencia policial.

Que las noticias sobre inmigración se parezcan cada vez más a una continua nota necrológica debería advertirnos del rumbo de las políticas de muerte que los estados del norte despliegan para evitar el efecto que ellos mismos provocan: desplazamientos colectivos a raíz del expolio sistémico que producen, incluyendo mecanismos lucrativos como las guerras o las hambrunas que los grandes mercaderes mundiales saben capitalizar como nadie. (El hambre, como la muerte, también puede ser rentable). El trabajo simbólico está hecho. ¡Si hasta instituciones militaristas como la OTAN, en su desvergüenza manifiesta, se permiten referirse a las migraciones “ilegales” (sic) como “amenaza”, migraciones que ellas mismas han producido con sus políticas de guerra permanente! ¡Si hasta Frontex puede seguir practicando su necropolítica sin esas molestas interferencias normativas que son los derechos humanos! Y si no fuera suficiente, ahí tienen el racismo estatal y mediático construyendo algunas vidas desesperadas como un peligro mortal para la soberanía nacional que, por lo demás, permanece imperturbable si las procedencias son de otras regiones más favorecidas, si están generadas por la masificación del turismo o por grandes capitales extranjeros, aun si especulan con lo más básico de nuestras vidas. Nada de eso escandaliza: no habrá movilizaciones más que de los ya movilizados; no habrá repudio generalizado, aunque permanezcan las velas encendidas en homenaje a tantas memorias truncas; no habrá grandes declaraciones humanitarias ni oraciones fúnebres para la fosa común donde enterrarán los cuerpos asesinados en nombre de una nación que brilla por su ausencia de comunidad. Las exequias quedarán para otra vida y la despedida o el duelo será para otros remotos que jamás visualizaremos.

Los muros blancos garantizan invisibilidad pública mientras los jefes de gobierno se felicitan por la aplicación de sus fuerzas de inseguridad siempre dispuestas a esmerarse a fondo para reprimir las añoranzas sin lugar. La eficacia de los muros blancos está fuera de duda. Son mortíferamente eficaces. Las fuerzas brutales de seguridad ya están entrenadas desde hace décadas; recambian piezas pero allí está la argamasa ideológica tardo-franquista bien compacta garantizando la continuidad de la disciplina y el respeto a las jerarquías institucionalizadas. El único discurso proferido, el pregón favorito, se transmite con palos y disparos. Ya tienen su marco de prejuicios relucientes –les han sacado brillo a fuerza de amplificación ideológica- y su duro entrenamiento apaleando a quienes no se dignan con acatar el orden de los escombros. Ni por un instante se les ocurre preguntar por quien dicta el mandato ni por el despacho ministerial que instruye en la violencia policial practicada con modales, sin perder la risa.

Quisiera entonces elaborar un discurso capaz de cuestionar a aquellas instituciones (mundiales, europeas y nacionales) que dan la espalda al dolor anónimo, porque han saqueado los nombres de sus protagonistas y borrados los procesos que atraviesan sus vidas. Llámese «exilio», «éxodo», «diáspora desesperada»… No «refugio», porque ese dolor humano que se acumula en la frontera vive en el desamparo absoluto, huyendo de las guerras y otras calamidades. No «refugio», para evitar seguir sosteniendo la pantomima al infinito. También el lenguaje necesita ruborizarse. Evitar el eufemismo que borra la dimensión sangrante de la violencia institucional.

No hay dispositivos especiales para abrazar ese desamparo. Los cuerpos estigmatizados tampoco suscitan empatía alguna: la industria mediática ya se ha encargado de ponerlos a una distancia insalvable. Su ontología es la desaparición. Ya es demasiado infame el trato como para disimularlo con rodeos a la orden. A fuerza de sedimentación, las víctimas se han convertido en “asaltantes violentos” (sic), “amenazas” (sic) para la integridad territorial, “riesgo” (sic) securitario, foco delincuencial o criminal, en suma, acopio de los males posibles que hay que proyectar para no hacerse cargo por un instante del doble vínculo, del cinismo consentido, de las vidas en el alambre que producimos como consecuencia de nuestras búsquedas de bienestar cercado.

Ni por un segundo a los apólogos apócrifos de la equidad (para sí mismos) se les ocurre reclamar un trato digno e igualitario para los demás. Los perjuicios que otros sufren no son perentorios. Ni siquiera cuentan con la promesa de asilo. En el mejor de los casos, pernoctarán en algún espacio inhóspito de sobrevida haciendo lo imposible, siempre que sus vidas no sean masacradas desde la impunidad que producen las violencias de estado legitimadas desde diferentes medios masivos de infoxicación, incluyendo algunos que todavía se piensan “progresistas” habiendo asumido premisas ultraderechistas en las que la inmigración irregular es significada como el “asalto violento” de hordas salvajes procedentes de un continente expoliado desde la barbarie sistémica que se ha autoerigido en única civilización legítima.

La saturación discursiva es tal que la naturalización de la muerte de los otros, esquilmados a partir de marcadores raciales en este caso, ya es un hecho consumado. No habrá rituales conmemorativos de estado, campañas solidarias destinadas a las familias damnificadas, repatriación de cuerpos, reivindicaciones políticas para las minorías, investigaciones penales por las responsabilidades directas e indirectas de quienes se supone velan por el bien común… (pero ¿hasta cuándo vamos a seguir concibiendo la gestión timocrática en curso como una política democrática?).

Ni siquiera sería de ayuda algún pedido de disculpas de un gobierno que escribe promesas con su izquierda vacilante y ejecuta firmemente con su derecha. Incluso si las dieran –en caso que tuvieran alguna mínima dignidad ética- sería una mera farsa. Palabras que sus decisiones contradicen. El problema es que ministros y ministras socioliberales racistas -que siguen defendiendo los CIE, la Ley de extranjería, la represión policial como mecanismo disuasorio, las devoluciones en caliente o los pactos a traición con los que hasta ayer consideraba autócratas- no pueden estructuralmente salirse de su papel de demócratas preocupados sin que se les caiga la cara de tanta desvergüenza acumulada a fuerza de claudicación política. Siempre mirando las encuestas, no sea caso que a alguien se le ocurra ser más cretino o más efectista al momento de anunciar nuevos obstáculos institucionales destinados a quienes construye de facto como sobrante estructural, despojos humanos, deshechos del derecho con los que llenarse la boca para arañar el voto de algún indeciso. La oferta identitaria es demasiado tentadora ya para desperdiciarla. Se trata de competir hasta lo insospechado. Asumir exactamente el discurso antagónico, al punto de hacerlo indiscernible del propio. De apropiarse de la agencia fascista hasta devenir un agente fascista más, en el sentido más literal del término.

Es verdad que vendrán algunas denuncias mediáticas más o menos aisladas, alguna investigación judicial que apacigüe las conciencias desdichadas, un puñado irrenunciable de manifestaciones sociales de repudio, algún corazón salvaje que reclame todavía algo a la izquierda de tanta entidad caritativa, pulsos insomnes que sigan velando a los muertos cuando ya no sean noticia, el latido secreto de la indignación que no encuentra su cauce, el llanto clandestino de los hermanos o las hijas, el dolor que crece sin término en alguna zanja, el rostro desencajado de los derrotados. También nosotros somos derrotados, incluso si no sabemos quiénes forman parte nuestra, porque eso mismo forma parte de la derrota. Habrá una protesta que eleve la voz quizás, nunca suficientemente enérgica; una rabia legítima sin asidero; una demanda de justicia que persistirá en la memoria de las luchas aun si es archivada por algún tribunal supremo.

Es poco. Radicalmente insuficiente. ¿Quién podría consolarse con ese hacer que se parece peligrosa, terriblemente, a la impotencia? Como un mantra, insistirán en la inutilidad de los actos. Hablarán de supuestas tragedias para eludir las farsas. No hay duelo satisfactorio en este contexto que no suponga un reparto de responsabilidades estrictamente humanas. Aunque los verdugos contraten plañideras para velar a los asesinados. Después vendrán los discursos para “esclarecer los hechos”, como si no hubiera ya suficiente evidencia empírica para hablar de crimen de estado. Como si los cuerpos amontonados no hablaran ya de una deshumanización absoluta. Como si no supiéramos de los males endémicos que nos afectan como sociedad –la hidra que fagocita cualquier vestigio de igualdad, asociándola falsamente con un llamado uniformizante a una comunidad de privilegios-.

Es poco. Pero más que nada. Seguir soñando con una comunidad (abierta, heterogénea, horizontal) que nos falta. Sostenernos en la tristeza, en la angustia, en la sustracción a esas fábricas de la felicidad que esconden los basurales de la historia. A lo mejor, poniendo nuestro corazón en una ínfima, frágil esperanza y, sobre todo, movilizando nuestros cuerpos en las luchas que la encarnan de forma más precaria todavía. En medio de toda esa desesperación enterrada en un desierto, ¿cómo hacer que una política de la esperanza –y sostenida por quiénes- no se convierta automáticamente en una forma de engaño?

Aunque más no fuera apelar a una estrategia de deserción. No huir: desertar. No ser parte del ejército que sigue masacrando a los vencidos, del ejército etnocéntrico que legitima la putrefacción de presente, de los opinólogos financiados por quienes venden el alambre y las armas para detener a quienes intentan sortearlo desesperadamente, de los votantes responsables que en nombre de la lógica del mal menor sostienen lo Funesto. Aunque no quede más camino que devenir minoría, no hay otra opción ética que documentar la barbarie. Una barbarie organizada que luego buscarán borrar o renombrar como defensa legítima, no sea caso que el fantasma de los muertos quiera recordarles su crimen. Como decía Walsh: “Hay un fusilado que vive”. Ese testimonio incómodo seguirá haciendo sobrevolar sobre los responsables el fantasma de su crimen. Aunque toda la máquina semiótica de los massmedia se movilice para diluir esa exterioridad antagónica, un fusilado que vive introduce una resistencia ante una voluntad de olvido extendida. Que la aprobación de la masacre sea hegemónica puede ser algo coyuntural siempre que se esté dispuesto a devenir minoría o asumir cierta soledad política para seguir cuestionando. No en nombre de lo que ocurre en otras partes del sistema-mundo ni mucho menos desde una épica personal sino en nombre de un ideal democrático más o menos tambaleante en la práctica pero no menos imperativo en la construcción de lo común. Aunque sea poco más que nada, desertar también podría constituirse en una forma de responsabilidad. Una forma, si se prefiere, de no responder ante la infamia convertida en sistema y, especialmente, ante los mandatarios que la han erigido en moneda corriente para el intercambio.

 

Arturo Borra

DIÁSPORAS

Centro de investigación migrante para la interculturalidad

 


lunes, 21 de febrero de 2022

«Cuerpos que (no) importan: morir a la intemperie» - Arturo Borra

 




En la economía política del sacrificio, a diferencia de aquellos cuerpos jerarquizados que cuentan con una atención mediática constante, subyacen aquellos otros a los que se les niega toda centralidad, como ocurre con esos cuerpos inertes de “personas sin hogar” que, en el mejor de los casos, de forma esporádica, aparecen en las noticias sin contextualización ni seguimiento informativo algunos. Como si se tratara de un fenómeno natural apenas reseñable, la reciente muerte del ganhés Abraham A. a los 52 años (el 15 de febrero de 2022), hallado en una fábrica abandonada en Valencia, apenas ha suscitado alguna reflexión crítica aislada. Sin embargo, es una nueva ocasión para interrogarnos sobre lo que las autoridades competentes están haciendo para evitar estas muertes por goteo que se producen cada año en las principales ciudades de España. 


Aunque la muerte de Abraham se produjo, de forma manifiesta, a causa de un cáncer hepático diagnosticado, cuesta comprender cómo una persona en ese estado crítico de salud no tuvo más alternativa que sobrevivir en condiciones habitacionales completamente insalubres y, por si fuera poco, tener que seguir trabajando como jornalero pese a su grave enfermedad, en vez de disponer de un alojamiento digno y ser beneficiario de alguna ayuda social que le permitiera afrontar su enfermedad en mejores circunstancias. 


La muerte de Abraham no es un hecho excepcional. Como una rutina de fondo, la noticia de personas sin hogar encontradas sin vida, a la intemperie, ya no sorprende a nadie. Es difícil no prever muertes similares, cuando parte relevante de la población vive en pésimas condiciones habitacionales (además de tener que afrontar situaciones laborales de sobre-explotación crónica, como ocurre con la mayoría de jornaleros del campo, entre otros sectores laborales). Insalubridad habitacional y trabajos penosos constituyen una mezcla explosiva que a menudo supone un deterioro corporal significativo, incluyendo dolencias crónicas y perjuicios graves para la salud. 


La sospecha es que, una vez más, la administración pública no ha estado a la altura de la situación. No es solo ni principalmente que siga habiendo escasez de albergues municipales en la ciudad o plazas insuficientes para atender la demanda creciente de alojamiento por parte de personas en situación de calle. La cuestión de fondo es que la cobertura de las necesidades básicas de estos grupos desfavorecidos (habitualmente migrantes pobres en situación irregular) no es prioritaria políticamente. Aunque estos problemas forman parte de la herencia envenenada que dejan más de dos décadas de gobierno municipal del PP, el «discurso de la herencia» no basta. Próximos a culminar el segundo mandato de la “coalición progresista”, el Ayuntamiento de Valencia no está exento de responsabilidad, comenzando por el incumplimiento de su compromiso de poner en marcha el «Plan Municipal de Inmigración e Interculturalidad 2019-22» (1), respaldado en su momento por el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad de la ciudad de Valencia (en el que participan numerosas entidades sociales del tercer sector). 


En dicho Plan, entre otras medidas, se plantean alternativas varias para mejorar de forma sustantiva la capacidad de alojamiento del Ayuntamiento, incluyendo la creación de albergues de titularidad pública y la realización de campañas específicas –conocidas como “Operación Frío”- para evitar las muertes causadas por bajas temperaturas en la ciudad. Si a esos incumplimientos se suman las dificultades estructurales para acceder al empadronamiento, especialmente por parte de estos grupos, la conclusión es clara: además de la exclusión habitacional que las personas más vulnerables padecen, a menudo se suma una forma de exclusión institucional no menos crónica: la imposibilidad de acceder a los servicios públicos y, mediante su apoyo, poder ser beneficiario de las ayudas previstas para estos casos. 


Si bien en la actualidad se están evaluando cambios para mejorar la accesibilidad al padrón municipal, estamos lejos todavía de la posibilidad de que toda la ciudadanía valenciana, cualquier fuera su estatus administrativo y con independencia a su origen, pueda acreditar su domicilio o, en su defecto, disponer de una “tarjeta de vecindad” –tal como se proponía en el plan mencionado- que permita acceder a los servicios públicos locales. De hecho, en las «I Jornadas de Inmigración y Empleo», organizadas desde el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad de Valencia en 2018 y protagonizadas por personas trabajadoras migrantes, ya se advertía de este serio problema habitacional, proponiendo como medida prioritaria la mejora de la coordinación entre distintos organismos públicos para facilitar y agilizar el empadronamiento de las personas con independencia a su situación administrativa o situación habitacional. Cuatro años después, aunque el número de plazas de acogida del Ayuntamiento se incrementó de manera significativa, la situación de vivienda destinada a personas sin hogar sigue siendo claramente deficitaria. 


En términos más generales, cabe preguntarse si la paralización del Plan de Inmigración e Interculturalidad de Valencia no pone en evidencia la baja prioridad gubernamental para gestionar las migraciones desde un enfoque normativo que defienda en la práctica la igualdad de derechos de las personas migrantes. Si no fuera ese el caso, ¿cómo se explica la desactivación de propuestas irrenunciables –contenidas en dicho plan- como por ejemplo la creación de un Observatorio Local de Empleo (orientado a la documentación de las condiciones laborales en diferentes sectores económicos que emplean de forma intensiva mano de obra migrante, incluyendo sus consecuencias negativas en materia de salud) o el aumento de los recursos residenciales de urgencia destinados a la población más vulnerable? 


La propia desaparición del Plan Municipal, todavía en vigor, del Portal del Ayuntamiento de Valencia, ¿no indica ya esta falta de prioridad institucional? A nivel autonómico, ¿qué significa la “Estrategia Valenciana de Migraciones 2021-2026” de la Generalitat Valenciana sino una nueva declaración de principios que reconoce la flagrante desigualdad que afecta a personas migrantes en la comunidad, en particular mujeres racializadas (2)? De hecho, dentro de la Línea Estratégica 3 de dicho documento, se propone como uno de sus objetivos “Establecer las condiciones adecuadas para que la población migrante pueda acceder a una vivienda digna” (op.cit., p. 20). 


Aunque esas declaraciones son de indudable valor, en tanto señalan una dirección deseable, hay que seguir insistiendo en el carácter urgente de estas acciones propuestas; una urgencia que se viene recordando desde hace años por parte de diversas entidades sociales sin respuestas institucionales satisfactorias. Sin esas respuestas que cambien de forma drástica las condiciones de vida de estos grupos especialmente vulnerables, morir a la intemperie se convierte en un hecho tan predecible como evitable, propio de una política local que va muy por detrás de necesidades colectivamente (re)conocidas. 



En este contexto, la evidencia de cuerpos que no importan se manifiesta bajo la forma de diferentes formas de exclusión estructural que afectan especialmente a personas racializadas y empobrecidas, comenzando por el deterioro crónico de su estado de salud: aquellas que forman parte de la masa laboral empleada en condiciones de manifiesta precariedad para sostener una economía del bienestar de la que no son beneficiarios en absoluto. Desnaturalizar estas desigualdades sociales implica poner en cuestión ciertas jerarquías de clase, raza/etnia y género normalizadas en nuestras sociedades e incrustadas en los cuerpos. Sin ese cuestionamiento, con lo que nos topamos es con un relato ignominioso que inculpa a la víctima de su propia desgracia, perdiendo de vista las condiciones histórico-sociales que producen estas jerarquías entrelazadas que no hacen más que provocar sufrimiento anónimo y exclusión social. 



Arturo Borra


(1) El Plan puede descargarse en formato digital en: https://www.researchgate.net/publication/336746824_Plan_Municipal_de_Inmigracion_e_interculturalidad_2019-2022_Ayuntamiento_de_Valencia 

(2) Dicha estrategia puede consultarse en versión electrónica: https://inclusio.gva.es/documents/162705074/172746725/GVA-EstrategiaMigraciones21-26+corregidodef.pdf/c8027b27-2699-4c9c-a358-46e7770fcf2b 


miércoles, 21 de abril de 2021

Crónicas de la desesperación: sobre las vidas inhabitables- Arturo Borra

 



-I-

Ni siquiera conozco sus nombres. ¿Qué decir de sus historias a partir de un instante en que se cruzan los caminos y uno se convierte en testigo involuntario de su sufrimiento? ¿Llenaremos nuestros huecos de saber con más prejuicios o proyecciones? A lo mejor habría que recordar el reverso de las estadísticas que nada dicen sobre estas vidas en singular, de esta repetición ciega de la desesperación, del maltrato convertido en moneda corriente. Y si no somos capaces de dar al menos cierta comprensión, ¿no sería mejor permanecer en silencio, evitar tanta redundancia y dejarse de mitologías que nos mantienen en la buena conciencia de quienes se piensan que hicieron méritos suficientes para gozar de lo que otros carecen?

O recomenzar: la historia de alguien como astilla real que horada nuestros inventarios de éxitos. Mejor detenerse en lo que desconocemos. Reconstruir desde ahí, en singular, lo que ocurre aunque más no sea por un momento en que distintas fuerzas confluyen para que todo estalle. El estallido también se dice en singular. O incluso en una implosión que amenaza con arrasar nuestras certezas mínimas. De ese arrase nacen, como una estocada, preguntas incontestables. Preguntas que ni siquiera pueden hacer sentido si no se atraviesa la experiencia que las suscitan. El dolor es concreto.

Tratar de comprender, si es posible, la experiencia que me devuelve a la desesperación de M. intentando autolesionarse con un arma blanca ante la vista de todos, en plena calle, entre gritos y miradas curiosas que piensan que no tienen ninguna responsabilidad ante estas realidades. Son esos gritos los que me sacan de mi puesto de trabajo. No es difícil imaginar, a raíz de otros tantos casos, que esos gritos son los preliminares de algo mayor. En la ONG en la que trabajo -donde hay un centro de día para personas sin hogar- de forma periódica irrumpen como esquirlas estas situaciones límite, producto de vidas tan desestructuradas como desamparadas, estallando como única vía de salida frente a un malestar que no cesa.

La secuencia es nítida: salgo a la calle y algunos compañeros intentan impedir a un muchacho que se haga daño a sí mismo con un instrumento punzante. Ya tiene cortes en varias partes de su cuerpo. Llora, se queja y, a medio camino entre el castellano y el árabe, repite su intención de suicidarse. Cada vez son más los que miran manteniéndose al margen. Ya han llamado a la ambulancia pero la espera es angustiante.

Entre los que observan hay otros jóvenes que, en el lenguaje despersonalizado y alienante de la administración pública, forman parte de ese colectivo nebuloso llamado exMENA. Una sigla así solo puede tener como función atenuar lo cortante que hay en la realidad de miles de vidas arrojadas a la intemperie, sin protección alguna, en la precariedad absoluta (potenciada más todavía por una pandemia que ha alzado una nueva losa entre “nosotros” y los “otros”). Se trata de crear una retórica eufemística que encubra la situación sangrante de muchos jóvenes que, hasta ayer, eran considerados por parte de las autoridades públicas como “menores extranjeros no acompañados”. Bastaría recordar que tras esa sigla –estigmatizada por una ultraderecha racista y xenófoba que no cesa de crecer más allá de su localización partidaria- lo que se oculta o retacea es el sufrimiento anónimo de quienes arriban a España por las únicas vías que tienen a su alcance: una valla, una patera o, en el mejor de los casos, un vehículo para ocultarse como polizones en los pasos fronterizos. En tanto vías desesperadas, ponen en riesgo sus vidas con la última esperanza de poder recomenzar. De tener alguna oportunidad. De fantasearla al menos. Porque la administración se limita a administrar esas vidas como si se trataran de una obligación legal con fecha de caducidad.

Basta tener dieciocho años para ser arrojado de los recursos de alojamiento que se despliegan para esos fines. Contra toda evidencia, llaman a esos jóvenes “emancipados”. En una sociedad que no cesa de ensanchar la línea que separa la “juventud” de la “adultez”, que priva del acceso a un empleo digno o a una vivienda decente a una franja importantísima de jóvenes, que dificulta la posibilidad de independizarse de sus familias y sostener una perspectiva esperanzada sobre su futuro, llaman “emancipación” al proceso mediante el cual jóvenes en situación manifiestamente vulnerable son forzados a salir de los “pisos tutelados” sin recurso habitacional alternativo.

“Emancipación” es exactamente lo que no ocurre. Son, sin más, jóvenes abandonados a su suerte. A veces, con alguna formación ocupacional y cierto aprendizaje de idiomas. En otros casos, sin más que un dolor sin nombre y un historial creciente de adicciones que permita afrontar la crueldad de la calle. Lo saben infinitamente quienes lo padecen cada día en el contexto español (aunque, desde luego, no de modo exclusivo): ser “moro” o “negro” -de forma regular- cierra todas las puertas, expulsa de cualquier reino de igualdad, expone a la inclemencia o al temor de los demás, arroja al suburbio con la leve expectativa de que la policía no les persiga al menos mientras duermen. Después la tarea diaria de esperar en una fila un bocata o una ducha caliente, solicitar una ayuda de urgencia (si es que logran acceder a ese derecho), rogar que alguien se digne a empadronarlos a cambio de alguna “comisión” y así al menos cuente ese tiempo para intentar conseguir, tras al menos tres años de espera, un maldito permiso de trabajo. No porque fueran a acceder a algún empleo decente, algo menos precario que el de la economía sumergida a la que están condenados. Más bien, por la promesa de que alguna vez puedan salir de ahí. Llaman a esos jóvenes “emancipados”. Pero ¿cómo podrían serlo cuando no tienen garantizados sus más elementales derechos, privados como sujetos humanos hasta de la posibilidad de ser reconocidos como tales en la vida cotidiana?

M. vuelve a gritar que quiere suicidarse. Otros observadores conversan como si se tratara de un espectáculo mientras un grupo protesta no se sabe bien contra quiénes. Un intercambio rápido de frases (incomprensibles para mí) entre dos jóvenes se produce a unos metros. Conversan en árabe. De forma abrupta, uno se abalanza sobre el otro y comienza a golpearlo con todas sus fuerzas. Son tres o cuatro puñetazos furiosos en la cara, una patada y varios golpes al aire, mientras procuramos separarlos junto a otro compañero. Toda esa rabia ciega se precipita sobre I. Su cara ensangrentada apenas disimula su llanto. Está aturdido por los golpes todavía.

La ambulancia que han solicitado para el otro muchacho no ha llegado. Ya han llamado a la policía, pero también se demora. Toda la calle es un caos. Mientras el agresor se aleja del lugar, en medio de la calzada, I. intenta levantarse como puede. No tarda demasiado en hacerlo, aunque apenas puede sostenerse. Procuro calmarlo pero su llanto es incontenible. Como sus gritos. De forma imprevista, comienza a golpear con fuerza su cabeza contra el vidrio de un coche. Lo hace con la mayor violencia posible. Procuro impedirlo tomándolo de los brazos pero solo con ayuda de otro compañero logramos que deje de agredirse para que ingrese al centro donde trabajo. Grita una y otra vez que se quiere morir. No bien ingresa, golpea con su puño derecho una mampara de plástico y la rompe, tomando un trozo e intentando cortarse las venas. Se lo impedimos por la fuerza, pidiéndole vanamente que se detenga.

El muchacho está desquiciado. Mediante un rodeo se dirige a la cocina del centro de día. No es difícil imaginar cuál es su intención. Impedimos que logre acceder a esa zona, pero insiste en su intento de hacerse daño. Ingresan dos policías que le piden sin éxito que se calme. El joven repite que quiere ir a la cárcel o volver a su país. Uno de los policías le explica que no puede detenerlo porque no ha hecho nada. Entonces vuelve a golpear su cabeza contra una puerta y es esposado por el policía, en el suelo, mientras le pedimos que no le haga más daño. El muchacho se sienta en un sofá mientras intenta recuperar la calma sin conseguirlo.

Afuera, la ambulancia se lleva a M. que poco antes había intentado suicidarse. La calle está cortada por un coche de policía. Al menos diez agentes intentan averiguar qué ha ocurrido, mientras uno pregunta por la nacionalidad de los implicados. Al confirmarle su procedencia, señala que “los argelinos generan estos problemas”. Le intentamos explicar que no se trata de una cuestión de nacionalidad sino de un problema generado por una situación de exclusión social grave que afecta a muchas personas. No hay respuesta de su parte ni tampoco parece estar interesado en escuchar.

Mientras tanto, esperamos la segunda ambulancia para I. Nos damos ánimos entre quienes estamos ahí, en medio de sollozos. Nos alejamos unos metros mientras conversamos. Escuchamos algunos comentarios racistas de algún transeúnte. Apenas sabe de lo que habla. De forma previsible, en unos días M. e I. otra vez se encontrarán en la intemperie de la calle, en la misma situación de indefensión. Sin nadie que atienda toda esa desesperación que llega al punto extremo de arrebatar hasta el deseo de vivir en quienes –eso dicen al menos- “tienen todo por delante”.

 

-II-

¿Pero a quién dirigir unas crónicas de una desesperación que no cesa de multiplicarse? ¿A quiénes podrían conmover que no estén ya conmovidos y, sobre todo, qué efectos transformadores podría tener en una sociedad donde el endurecimiento emocional o la indiferencia frente al otro es cada vez más evidente? No, desde luego, a quienes se atrincheran en su racismo o su xenofobia como forma de aferrarse a sus privilegios; tampoco a unos órganos gubernamentales que han convertido la discriminación estructural de ciertos grupos y colectivos en una política de estado. ¿Quién escucha hoy a los damnificados de un sistema que aplasta sus sueños y los condena al margen? ¿A qué otro interpelar para hacerlo más receptivo, para movilizar su energía por aquello que en la agenda hegemónica no importa en absoluto? Y más todavía: ¿cómo convertir esa receptividad en una apuesta colectiva por transformar esas condiciones de existencia paupérrimas?

Por dignidad habría que avergonzarse de que situaciones semejantes nos pasen inadvertidas. El «humanismo» no basta si no moviliza nuestros pies, si no agita nuestros cuerpos para exigir un trato digno a quienes pernoctan en una ciudad indiferente, sin lugar donde ir ni seres amados que abrazar. En la soledad más desgarradora a la que se enfrentan cada noche. Por un cierto decoro de lenguaje, más nos valdría ahorrarnos nuestros dramas de individuos atribulados. Y no porque no existan. Nadie nos exime del sufrimiento propio, de las pequeñas catástrofes de la vida cotidiana, de los naufragios íntimos a los que estamos expuestos en esta sociedad de la desigualdad. Pero llegados a este punto, ¿cómo podríamos equiparar nuestro dolor con este desgarro continuo, interminable, al que están expuestas estas otras vidas fragilizadas? Solo nuestra miseria moral podría ahorrarnos la diferencia abismal entre “ellos” y “nosotros”. Hay que decirlo hasta que perturbe: nuestra sociedad produce vidas inhabitables. Lo sorprendente es que esas vidas no se rebelen más a menudo. Que no estalle todo.

Hay que dejarse de esquemas reductivos y simplistas que atribuyen a una única causa ese no poder-habitar la existencia, esa dimensión insoportable del sufrimiento que arrebata hasta el deseo de vivir. Las opresiones sistémicas se conjugan, se solapan, se entrecruzan. Y, sobre todo, deberíamos cuidarnos de incluirnos de forma apresurada en la fila de las víctimas. Antes que esa falsa inclusión, habría que hacerse cargo de los privilegios de los que se goza, escuchar el rumor de la desdicha, mirar de frente, a los ojos, a esos seres que sobreviven a pesar de ellos mismos, en condiciones de extrema vulnerabilidad pero mucho más fuertes, si se piensa, que “nosotros”, los que no podríamos resistir ni un día lo que a menudo ellos no tienen más remedio que soportar durante toda su vida.

Por dignidad, decoro o, aunque más no sea, por vergüenza: antes de alzar la voz por nuestro sufrimiento, abrir los ojos, hacer silencio para escuchar ese grito desgarrado de M. o I.,  última forma de no rendirse, aunque sea golpeando su cabeza contra un coche, con todas sus fuerzas, con la única expectativa de dejar de sufrir, de olvidar los estigmas incrustados en su cuerpo y cesar el infierno en que se han convertido sus vidas.

Pero hay que estar prevenidos incluso de la propia conmoción, si no es capaz de arrancarnos de nuestras poltronas o nuestros confortables espacios. Esos sentimientos, esa sensibilidad, nunca bastarán si no nos impulsan (o no nos empujan) a un hacer transformador, si no arriesgan una política además de una ética, si no activan los resortes de una práctica en común que altere las condiciones que hacen inhabitables todas esas vidas en el margen.

Más allá de los gestos teatrales que sostienen la representación de los papeles (donde, desde luego, nosotros protagonizamos las historias), habría que comprometer todo el cuerpo, romper nuestro habitus desacostumbrado a las violencias sistémicas, desgarrarse el pecho y, como Bertolt Brecht, situarse del lado no de los que hacen la historia sino de quienes la padecen. Incluso si hay algo insalvable entre sus experiencias y las nuestras, algo imposible de intercambiar, un saber vivencial que escapa a nuestros conceptos, dejarse afectar, mantenerse afectado, fuera de ese mal difuso que se llama «buena conciencia», sería un principio. Insuficiente por donde se mire. Casi ridículo para quienes habitamos un bienestar vallado. Incomprensible en la sobreabundancia de los predadores.

Pero seguiría siendo un principio: sostenerse en el desasosiego, en la cuerda floja, a condición de luchar, de no convertirlo en límite insuperable, de seguir arriesgando otro mundo cada día, de no claudicar ante la indiferencia que se cierne sobre nosotros. En ese arriesgar también se vislumbra la promesa de una alegría que no mienta. De una vida que, a pesar de los golpes, merezca ser vivida.

 

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Políticas de estado: España ante las migraciones y los desplazamientos forzados - Arturo Borra

 



 

“Nadie abandona su hogar, a menos

que su hogar sea la boca de un tiburón”.

Warsan Shire

 

1-     La falacia de la llamada

La omnipresencia informativa acerca de la pandemia (enfocada más desde la crisis sanitaria que desde el impacto social que está provocando) apenas deja espacio mediático para reflexionar sobre una crisis estructural no menos grave, referida a la situación de miles de seres humanos que, cada año, procuran desplazarse desde diferentes países a territorio europeo. Lanzarse al mar en busca de otra vida no es nada diferente a una solución desesperada que, a menudo, cuando no deriva en explotación sexual y laboral severa, termina en deportación, reclusión en un CIE o, de modo no menos frecuente, lisa y llanamente en la muerte (1).

Los paisajes de la desolación son múltiples. A pesar de que las pantallas los transitan de forma efímera y superficial, las vidas que zozobran cada año en el Mediterráneo -desde hace al menos dos décadas (2)- recuerdan un drama colectivo evitable mediante la coordinación y adopción de políticas efectivas de salvataje, comenzando por la creación de vías seguras y la consolidación de dispositivos de ayuda destinados prioritariamente a salvar vidas y no a blindar fronteras. Ninguna interpretación en clave «trágica» es pertinente en este contexto: no se trata de un destino inexorable en el que la inclemencia de las fuerzas naturales se impondría fatalmente sobre las fuerzas humanas, sino de la previsible repetición del desastre, producto de unas políticas de estado que apenas han cambiado, estructuralmente, en las últimas décadas, con relativa independencia a los énfasis diferenciados de las políticas de gobierno (3).

Dicho de otro modo: se trata de una decisión política reafirmada de forma periódica. El arribo de personas a costas europeas cada año es abordado ante todo desde una perspectiva securitaria (cuando no como una cuestión meramente económica), esto es, como un problema policial antes que como irresolución política de primer orden, producto de las crecientes desigualdades globales y de un régimen colonial que expulsa a millones de habitantes de sus países de origen.

Ningún recordatorio es suficiente: el empobrecimiento acelerado del Sur global, la desertización de zonas enteras del planeta, la proliferación de guerras neocoloniales -especialmente en África y en Medio Oriente-, la persecución racial, étnica, religiosa y política, la vulneración sistemática de los derechos humanos -incluyendo el derecho a decidir sobre el propio cuerpo o sobre la propia orientación e identidad sexual- constituyen el caldo de cultivo de los desplazamientos que, aunque no necesariamente encuadran en la legislación vigente de asilo, empujan fuera de los propios lugares de residencia. De forma individual o conjunta, son condiciones suficientes para intentar ponerse a salvo, aun si el propio concepto de salvación no es más que una quimera nacida de la escasez de oportunidades vitales. No responden a ningún «efecto llamada»: España, como tantos otros países europeos, no solo no es una panacea para estos grupos sociales que escapan de condiciones insoportables sino que a menudo encarna la trampa perfecta. Tras la promesa de bienestar, es el espacio que aloja infinidad de historias de miseria, explotación y racismo, entretejidas con las propias estrategias de supervivencia orientadas a transformar de forma activa esas condiciones.

La hipótesis del «efecto llamada» presupone que, para estas personas desplazadas, Europa sería una “tierra de oportunidades”, una esperanza de prosperidad e incluso de libertad. La presuposición, sin embargo, parte de la extrapolación etnocéntrica de los propios privilegios raciales y de clase, como si esa tierra promisoria no fuera de forma regular un espacio de encierro, persecución policial, empleo precario y maltrato institucional (4).

Quienes afirman este presunto efecto son, en cierto grado, los que con mayor facilidad se convierten en defensores de medidas que privan de derechos a estas vidas, herederas de un expolio sistémico que las expulsa de entornos cada vez más hostiles. Puede que, en términos comparativos, algunas de esas vidas encuentren resquicios para mejorar su situación material o para rehacer sus trayectos atravesados por el sufrimiento colectivo. Pero que encuentren hueco a pesar de los obstáculos sistemáticos que se interponen ante sus deseos y necesidades es un efecto no buscado, un efecto que se produce a pesar de la voluntad política de los gobiernos y no por mérito de ellos.

Mucho más apropiada es la descripción que remite esos desplazamientos a la urgencia de salir del propio hogar convertido en un infierno. Huir con el afán de ponerse a resguardo no enaltece el territorio al que se quiere arribar. Porque lo decisivo no es tanto el lugar al que se llega como salir de la boca de un tiburón en que se ha convertido el hogar, convertido en lugar de nadie a fuerza de una política de tierra quemada tras las que pueden encontrarse, entre otros, los rastros de numerosas empresas y gobiernos occidentales.

El relato cínico de Europa como faro de los derechos humanos apenas oculta las penurias materiales de estos grupos. Posterga la reflexión sobre las políticas de estado que se despliegan en la actualidad para contener y reprimir esos flujos humanos que, de forma sistemática, son tratados como meros excedentes, sobrantes estructurales de un sistema mundial que no les reserva otro sitio que la periferia, incluso en los países llamados “centrales”. La periferia interior del capitalismo, sin embargo, debe ser gestionada: el trato policial denigrante que estas personas sufren en las fronteras, la permanencia de los Centros de Internamiento de Extranjeros, la Ley de Extranjería vigente, los vuelos de deportación, las identificaciones policiales basadas en perfiles étnicos y raciales, la denegación regular del estatuto de refugiado a la amplia mayoría de solicitantes de asilo (y la propia obstrucción para el ejercicio del derecho de asilo), los obstáculos legales para el acceso al sistema de prestaciones y servicios públicos esenciales, las dificultades administrativas para ejercer el oficio o profesión de origen, el confinamiento sectorial que afecta a la mayoría migrante, la exclusión laboral de las Administraciones Públicas y la falta de diversificación cultural en las organizaciones tanto públicas como privadas (incluyendo el sistema público de enseñanza), la infrarrepresentación política dentro de las instituciones de estado, entre otros elementos, forman parte de una batería política que perpetúa los privilegios de la población nacional (desigualmente distribuidos según específicas coordenadas de clase, género y edad), con rigurosa exclusión de la comunidad gitana. El reverso no puede ser otro que el bloqueo de un proyecto igualitario de ciudadanía nada reñido, por lo demás, con el rescate efectivo de la «diversidad cultural», no como mero folclore de diferencias sino como una realidad concreta que debe gestionarse desde una política intercultural.

2-     El «efecto pantalla»

El «efecto pantalla» podría definirse como la consecuencia de un régimen de visibilidad mediática y política que, simultáneamente a la sobreinformación que produce en torno a determinados sucesos, opaca específicas realidades a las que les niega rango ontológico. En la “zona del no ser”, al decir de Fran Fanon (5), se encuentran estas otras aristas de los procesos migratorios, reducidas de forma usual a su forma supuestamente más “evidente” y “simple”: la forma “invasión” o la forma “avalancha” (incluso si estas formas discursivas son envueltas en una retórica de la caridad que hace insalvable la distancia entre “ellos” y “nosotros”). La presunta evidencia, sin embargo, no resiste el más mínimo análisis crítico: presentados como hechos indiscutibles por buena parte de los medios masivos de comunicación –incluyendo los considerados “progresistas”-, el propio concepto de “avalancha” o “invasión” simboliza un supuesto escenario de saturación insostenible o de desequilibrio demográfico manifiesto. Nada semejante ocurre en España o en otros países europeos, aun cuando esa imagen nada novedosa sobrevuela los telediarios de forma periódica (6).

Aunque la llamada “presión migratoria” fluctúa según los ciclos económicos y momentos específicos de grandes éxodos colectivos desatados por guerras –como la de Libia o Siria- donde las responsabilidades europeas y norteamericanas son indisimulables, lo cierto es que en España, en la última década, la presencia relativa de personas migrantes apenas se ha incrementado de forma moderada (7).  Por lo demás, en lo atinente a las entradas irregulares al país, las miles de personas que arriban por costa o valla a territorio nacional son contrapesadas por las miles de personas que son deportadas a sus países de origen e incluso a “terceros países” extracomunitarios, convenientemente incentivados por fondos económicos destinados a la “contención” (sic) de esos flujos en las puertas entrecerradas del continente (8).

Más allá de la retórica eufemística de la cooperación interestatal (que tiene como fin prioritario impedir la salida de pateras o cayucos desde África), lo que es absolutamente desproporcionado es la afirmación de una presunta “invasión” de migrantes. Al fin de cuentas, ¿qué representan estas entradas irregulares en un país de más de 47 millones de habitantes? En vez de escandalizarnos por el trato que padecen esas personas (tratadas como delincuentes por las fuerzas policiales, hacinadas en centros de estancia temporal que se asemejan a cárceles sin garantías, depósitos de personas que sufren el estigma de la “raza” y la “clase”), el énfasis deja en suspenso no solo lo que causa esos desplazamientos sino las políticas europeas que se despliegan para afrontar esta situación previsible.

En síntesis: lo que de forma episódica irrumpe en las pantallas como una forma de invasión no es otra cosa que el drama colectivo continuo que, como una rutina de fondo, esporádicamente estalla en nuestro «palacio de cristal», por recuperar la expresión de Sloterdijk (9). La situación, sin embargo, no deja de repetirse en la última década, de forma similar a lo que ocurre con las miles de personas ahogadas que cada año se producen sin que los estados europeos mejoren de forma sustancial sus dispositivos de ayuda y rescate, acorde a las directrices de la industria de la seguridad fronteriza y sus agencias de control migratorio. 

 

3-     Biopolítica y necropolítica como modalidades del poder de estado

En medio del monotematismo que se presenta como información actualizada, las noticias de un exterior opacado introducen alguna variación tópica que, sin cuestionar nuestro letargo consumista, permita desperezarse con algunos gestos de una indignación más bien efímera. La irrupción esporádica de noticias en torno a migrantes, reducida tendencialmente a una “avalancha” interrumpida por naufragios que se suceden sin determinación alguna del complejo sistema de corresponsabilidades políticas y económicas, legitima una actuación oficial que oscila entre la “acogida humanitaria” –aunque sea a regañadientes- y la gestión de esos flujos como una “potencial amenaza” –aunque revestida del lenguaje de los derechos humanos-. En ambos casos, el “otro” es puesto a una distancia insalvable, bajo el signo de la caridad o la hostilidad. Ambos signos construyen y sostienen una relación asimétrica, en la que esencialmente lo que opera es una reafirmación de la propia superioridad. La jerarquía no solo no es puesta en cuestión, sino que se ratifica como poder sobre la vida o sobre la muerte. Mientras que la primera modalidad de poder responde a lo que Foucault conceptualizó como «biopolítica» (10), la segunda modalidad de poder puede vincularse a lo que Mbembe llama «necropolítica» (11). Cada modalidad de poder, antes que ser meramente antagónica, complementa a la otra: la “ayuda humanitaria”, administrada rigurosamente en función de la identificación de los individuos incluidos en esta masa poblacional, llega tras el abandono en altamar de miles de personas que naufragan cada año, sin que las autoridades europeas se inmuten en lo más mínimo en nombre de su poder soberano, sabedores de las escasas consecuencias que ello les acarrea en su gobernanza convertida en gestión –no tan errática como radicalmente errada- de quienes categoriza como “desechos” de los derechos humanos (12).

La economía política del sacrificio, sostenida por unas políticas de estado que reducen esas miles de vidas en peligro a un excedente que hay que gestionar, implica consolidar la inmunización ante el otro. La producción social de la indiferencia no podría hacerse efectiva sin esa toma de distancia con respecto a las víctimas de unas políticas coloniales y de una economía capitalista que solo percibe de estas crisis la dimensión de oportunidad que tienen en términos económicos, políticos o militares. El complejo bio-necro-político impermeabiliza como una membrana asfixiante la visión del asunto. La catástrofe normalizada de los demás no moviliza los pies más que de unos pocos grupos de activistas, plataformas ciudadanas y algunas ONG a contramano, reductos de una filosofía política emancipadora que no sea meramente académica. Anima, sí, la pantalla por unos instantes antes de que el ejercicio del zapping se tope con alguna celebridad que recuerde lo verdaderamente importante: la necesidad de visibilidad aunque no se haya hecho más mérito que ser estrictamente un idiota. En la tele-evidencia del mal, ni siquiera resulta claro si somos capaces todavía de ver lo que irrumpe más allá del palacio donde cada tanto estalla algún cristal: personas desplazadas que preguntan por qué no tienen parte en el relato de esta «actualidad» que naufraga fuera de las pantallas.


Arturo Borra

 


(1)    Según la  Organización Internacional para las Migraciones (OIM), solamente en 2020 el saldo de muertes en la ruta marítima de África Occidental a las Islas Canarias llega a 500, pese a tratarse de una “estimación mínima” [sic], (en https://www.iom.int/es/news/en-2020-el-saldo-de-muertes-en-la-ruta-maritima-de-africa-occidental-llega-500-en-medio-de-un).

(2)    Las estadísticas al respecto son de carácter mínimo y tienen el estatus de una aproximación informada y no de un mapa exhaustivo de la cuestión. Al respecto, cf. “Las muertes en el Mediterráneo: la contabilidad de lo desaparecido” (en Rebelión, 15/01/2018, versión electrónica en https://rebelion.org/las-muertes-en-el-mediterraneo-la-contabilidad-de-lo-desaparecido/).

(3)    He insistido sobre estas continuidades en “Más allá de los gestos: por un cambio de las políticas migratorias y de asilo europeas”, Rebelion (04/08/2018) a raíz de la euforia suscitada por el arribo del «Aquarius» a Valencia. Tal como advertíamos entonces, dicha euforia no estaba justificada, teniendo en cuenta las políticas que, históricamente, diferentes gobiernos nacionales han esgrimido en torno a los procesos migratorios. La disposición al cambio de dirección en esta materia sigue siendo mínima.  

(4)    Cf. “Ciudadanías mermadas: mercado laboral y discriminación” (en Rebelión, 10/06/2017, versión electrónica en https://rebelion.org/ciudadanias-mermadas-mercado-laboral-y-discriminacion/).

(5)    Fanon, Frantz (2009): Piel negra, máscaras blancas, Akal, Madrid. 

(6)    El discurso de la avalancha migratoria es completamente engañoso: las imágenes que se repiten en torno a ciertas aglomeraciones de personas migrantes en puntos geográficos concretos, como es el caso de las Islas Canarias, es consecuencia de la negativa gubernamental a trasladarlas a diferentes regiones de la península [cf. Fanjul, Gonzálo, “La impostura del “efecto llamada”, en El País, 25/11/2020, versión electrónica en La impostura del ‘efecto llamada’ | Blog 3500 Millones | EL PAÍS (elpais.com)].

(7)    Según el INE, mientras que en 2012 residían en el país 46.818.216 habitantes, a principios de 2020 residían 47.329.981, con un total de 5.235.375 de personas inmigrantes, es decir, poco más del 11 % del total de la población [INE, “Cifras de Población (CP) a 1 de enero de 2020 Estadística de Migraciones (EM). Año 2019”, versión electrónica en Microsoft Word - cp_e2020_p.docx (ine.es)].

(8)    A pesar de la opacidad informativa del Ministerio del Interior, solamente entre 2010 y 2019 se han deportado a 223.463 personas desde España, sin incluir las “devoluciones en caliente” [cf. “España ha deportado a más de 220000 migrantes en los últimos 10 años, El Diario, 7/10/2020, versión electrónica España ha deportado a más de 220.000 migrantes en los últimos 10 años (eldiario.es)]. La pregunta, que en la actualidad se hace difícil responder por la falta de accesibilidad pública a las estadísticas ministeriales, es la siguiente: ¿qué saldo arroja la comparativa entre deportaciones forzadas y arribos por vía irregular? A falta de información oficial actualizada, es posible reconstruir con diferentes datos una respuesta tentativa. Puesto que la política de expulsión ha sido reforzada en los últimos años [cf. “España acelera el ritmo de expulsiones de inmigrantes”, El País, 15/06/2020, versión electrónica en España acelera el ritmo de expulsiones de inmigrantes | España | EL PAÍS (elpais.com)], tenemos razones válidas para suponer que el saldo entre entradas irregulares y deportaciones sigue siendo negativo. Convendría recordar que el balance hecho por el propio ministerio en 2015 es inequívoco: las deportaciones son considerablemente más numerosas que las llegadas por vía irregular [cf. “For export: las deportaciones forzadas en España”, Rebelión, 2/06/2017, versión electrónica en For export: las deportaciones forzadas en España – Rebelion)].

(9)    Sloterdijk, Peter (2010): En el mundo interior del capital, Siruela, Madrid.  

(10) Foucault, Michel (1989): Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, S XXI, Buenos Aires.

(11) Mbembe, Achile (2011): Necropolítica seguido de Sobre el gobierno privado indirecto, Melusina, España.

(12) Bauman, Zygmunt (2005): Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidós, Barcelona.

 

 

 

(1)